La señal me resultó muy clara, luego de haber inspeccionado con curiosidad el pequeño ornamento al derecho y al revés, sentí pena por todas las sirenas si es que de pronto éstas existen y si por tan insólita circunstancia, en el límite de una vida cuya metamorfosis no salió bien, las pobres viven en la incertidumbre de no poder ser buenas servidoras o, en el peor de los casos, unos meros de dos metros que, hechos postas, al freírse hagan trascender el olor a pescado frito por las calles del pueblo, aderezadas un día antes con aromáticas especias y hojitas de cilantro y laurel. Quiso también esta vez el extraño acontecimiento, distorsionando un poco mi relato, que lo vivido no me negara hablar de esta desequilibrada experiencia y, entonces, sin dejar de lado la leyenda griega, volví lo más real posible mi curiosidad y, dando rienda suelta a mi figuración, sin ahondar en sabias explicaciones, me dije: Quien disponiendo de tiempo y paciencia en un diciembre veranero con sus redes pesque una sirena y orgulloso la lleve a su casa, de poco le servirá porque será lo primero proporcionarle un par de muletas para que ande y, con qué pesar la mirarían los niños sin poder darle algún dinero para su silla de ruedas mientras ella, volviéndoles la cara, apenas les regalaría una sonrisa trémula de dientes afilados. Tendría su dueño incluso que construirle una profunda alberca y llenársela todas las mañanas con agua de sal para que allí, reivindicando su mitad de pez, ésta se bañe a gusto en tanto que por las tardes tomaría el sol reclamándose como humana su cosmético y femenino derecho a broncearse a fin de no perder por completo su reputación de presumida mujer que, con los descomunales senos al aire, en lenguaje sirenio, esto les diría a quienes con morbo prolongado miren su cuerpo desnudo sin estar desnuda: “emnerím, emnerím eib, ne adan oczerap a anu aef itanam”… jerigonza que traducida al castellano más romántico y puro, no quiere decir otra cosa que esto: “mírenme, mírenme bien, en nada me parezco a una fea manatí”. Y esto no sería todo, en tierra, la sirena de marras correría el riesgo de que alguien de apetito desaforado, con yuca, ñame y plátano cocido, se la despache creyéndola pescado hasta la parte que como tal le vale la pena y, otro, llevándose el sobreviviente pedazo en el que por infortunio como mujer ella no posee lo que toda mujer tiene, sintiéndose perturbado y engañado, luego de inspeccionarla una y otra vez y de decirle: “Lástima de cara”, fijo la arrojará al mar para pasto de los tiburones. Era mediodía ya, el sol brillaba alegremente y, de súbito tuve conciencia de que una persona me miraba. No era la sirena; era mi mamá quien me dice: “Es de yeso”… y la visión del fabuloso pez se me esfumó en fracciones de segundos. Miré el adorno; en efecto era de cal moldeada y tocándolo de nuevo, afirmé con los ojos y con un leve movimiento de cabeza. -Ven a almorzar- me ordenó- te preparé sardinas. Desde entonces, cuando este plato me ofrecen, abrumado y sin decir nada, tengo la sensación de haberme comido el lejano fantasma enlatado de una sirena apenas en su primera infancia, igual a la que de adorno mi madre colocó en la sala de la casa en su mesa de centro abandonada a la suerte de un mundo sin mar; seductora hasta la mitad; insustancial hacia abajo; absurda como persona y descabellada como animal; respuesta a ninguna pregunta; visión de lo insostenible; pretensión de pez y de mujer disociados; disgusto marino de mujer inacabada y asexuada; película de un fenómeno; obra de no sé quién; indecisión de una forma; conclusión de lo inconcluso y encantadora suposición que explica en consecuencia y claramente el absurdo de que uno sólo cree lo que ve sin necesidad de encender la luz… Broma, autoengaño, fraude, lo que sea que es, nada más real y admirable hasta la perturbación como la pequeña sirena de yeso que ayer conocí traída por mi mamá no del mar sino de Barranquilla, comprada en “Pica-Pica” y que le costó tres pesos.
Walter E. Pimienta Jiménez
|